miércoles, 21 de marzo de 2018

Mitosis

"El juego es divertido hasta que una de las dos participantes ve a la otra a través del tablero", apunta Elisa en su libreta. Poco, o acaso nada, entenderían los pasajeros si intentasen leer aquella frase. Es cierto que Elisa se alborota cuando gesta una idea en la calle y, por tanto, escribe como si de firmar documentos se tratase. Pero la otra ilegibilidad, esa que esconde detrás del desarraigo, es incluso más compleja de descifrar. 

Elisa puede jugar porque su edad se lo permite. "Así son las niñas; corren por todos los pasillos de la casa y trepan árboles porque les sobra tiempo", solía decir su abuela. A Elisa le agradan las conjeturas que nacen a partir de los distanciamientos. Disfruta marchándose, porque para ella todo es una comedia ácida. La mierda se oculta bajo la alfombra cuando las cámaras se encuentran grabando. La mierda, ¿qué mierda?, se pregunta, pese a que sabe la respuesta. El ancla de la niñez, la usurpación de la inocencia, el retorno de los once años, la incapacidad de hablar desde otras regiones del cuerpo, las despedidas indeseadas, la fachada que se debe restaurar todas las mañanas. Todo eso es material para la literatura en tanto el sufrimiento expuesto sea lo suficientemente atractivo. A veces, sin embargo, el martirio se agudiza tanto que el pedazo de ficción se muestra más bien como un relato acerca de la autora. Entonces, no sabes si quien emite es Elisa o la otra. Tal vez ese siempre fue el juego de esta cobarde que no es capaz de levantar el teléfono y disculparse. Pero apenas me baje de este bus cargado de olores le diré que eso de hablar sobre la vida de los demás no se hace. La cobarde que se niega a responder me robó la apertura de una obra que pienso publicar. Llamaré a mi editor y le informaré que una impostora despedazó el argumento de mi novela. No es posible que ya no se pueda escribir tranquilamente en los espacios públicos. 

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