miércoles, 29 de noviembre de 2017

Dos artistas y un tablero de ajedrez

Querí pasar, me pregunta. Sí, respondo con absoluta seguridad. Nos sentamos sobre una lujosa alfombra. Miro cada adorno de su vasta casa. Pienso en algún chiste, pero ninguno es lo suficientemente potente como para sostener una risotada de más de treinta segundos. Muy aburguesada esta alfombra, reparo, y ella se ríe bastante, incluso más de lo que tenía contemplado. Entonces, en el momento en que noto que su mirada se encuentra fija en mis labios, ella se acerca. Estoy muy caliente, me confiesa, pero yo no contesto. 

Estamos tendidas en esa alfombra que no admite zapatos (eso me lo contó su mamá antes de saludarnos). La miro desde una especie de rascacielos; me está mordiendo el pantalón sin ese recato que a veces me caracteriza en la cama. Y de pronto, escucho el sonido de la cremallera, y me pregunto, entonces: ¿realmente quiero? Ella lo puede advertir; sabe que desistí. Pero ambas somos testarudas e insistimos en acabar lo tácitamente acordado en la micro. Sin embargo, ahora ella es quien se muestra distante, de modo que me subo arriba de sus piernas. No puedo creer que estemos a punto de hacer esto, me dice entre jadeos y risitas entrecortadas. Erí tan rara, pero me gusta, continúa. Frente a eso, me detengo y, nuevamente, las consultas todo lo arruinan; "¿por qué estoy aquí?", pienso. 

Me paro de inmediato, voy al baño y observo mis calzones; la tela almacena un acuoso registro de mis malas decisiones. Siento mucha culpa, sobre todo cuando la veo semidesnuda frente a la televisión. La encuentro terriblemente guapa, tanto así que cada parte de su cuerpo me resulta insoportable. ¿Es eso, acaso, lo que me incitó a quedarme? Y mientras más cuestiono mi deseo, más repudio siento hacia mis músculos que, por cierto, aún bailan. Se permite accionar bajo la idea del amor como una poderosa fuerza instantánea a los diecisiete años, pero no a los veintidós. 

¿Pasó algo?, me pregunta desde el comedor. Me voy, le comunico. De pronto no veo sino a una niña. ¿Por qué?, dice. Porque es tarde, respondo. ¿Por qué?, vuelve a preguntar. Invento una historia más convincente. Ella, en tanto, me mira ahora con acritud. Está bien, digo con cierto abatimiento, pensé que sería buena idea "esto". Mi última relación me dejó una sensación de desencanto en la boca, quiero decir, fui muy feliz, pero quedé a la deriva, es como si ahora todo me causara flojera, confieso. Como si todo ya fuese terreno conocido, agrega ella. Exacto, murmuro. 

Hablamos la mitad de la noche sobre esos tipos de relaciones truncadas por las circunstancias. Escuchamos los discos que ambas, paralelamente, dedicamos alguna vez. Ella se ríe cuando yo me callo para seguir la letra de Cámara lenta. Me buscas después, se mofa, marcando la voz en la segunda sílaba. Y mientras me imita, la observo; parece incluso más atractiva que horas antes. ¿Si nos besáramos en este momento sería por soledad?, bromeo. No lo sé, dice con vacilación, ahora que constataste que, efectivamente, no soy una mujer caprichosa y aburguesada, quizás sea distinto. Al menos ahora no quiero quedarme con una extraña, bromeo otra vez. Al menos nos pudimos conocer bajo la piel, pienso.  



lunes, 27 de noviembre de 2017

Veintitrés

No hay opción: escribir o vomitar. Diciembre, o acaso el fin, se acerca. Y lo puedo verificar con una lupa sobre mi piel; dos líneas curvilíneas atraviesan mis mejillas. Es el hastío durante el día y el miedo por las noches. Es mi merecida soledad. Es la frustración provocada por esa incapacidad de profundizar. Son las bestias que fundaron el universo. Es el falo que todo lo pulveriza. Son las jóvenes felinas que se rebelan en contra de los ladridos hegemónicos hasta que llega el perro indicado y se entregan al cántico celestial de la (norma)lidad. Me duele el eco de  esas voces que alguna vez se sumaron a la fiesta de los fluidos clandestinos sin nunca entregarse por completo. Me dañan sus maquinales corazones. Por eso voy directo al naufragio. Diciembre es siempre un recordatorio. La proeza de vivir, pienso. La locura de vivir, advierto. Y me voy a la cama, como siempre, con mis fantasmas.