martes, 26 de septiembre de 2017

Noctámbula

¡Ah, esos días en que mi lenguaje es barroco y empleo frases interminables para sugerir palabras que se niegan a ser dichas por mí! Si al menos se tratara de tartamudez. Pero no; nadie se da cuenta.

Para qué voy a mentir: a veces, en la complicidad de la noche, me acuerdo de ella. Y entonces, cuando en la ducha me río al recordar sus anécdotas universitarias, busco distracciones. Me gusta el ruido, por eso lo llamo, marco su número todos los viernes. El sonido del tráfico, la orquesta de perros callejeros y  el eco de las cantinas me murmuran que todo está bien. Me postergo en el canto de una ciudad que no descansa. Me estanco en la mierda para escribir acerca de la mierda desde la misma mierda. Porque eso soy: una rata de cloaca radicada en un país de gatos.


El timbre suena, pero no el teléfono. ¿Acaso espero una llamada?, ¿espero, desde la comodidad de mi cobardía, un mensaje? El reloj, después de todo, sólo oculta restos de vidrios que más tarde una escoba descubrirá. ¿Qué debo esperar del lenguaje?, me pregunto. Tengo la certeza de que mis palabras nada cambiarán, ¿a pesar de eso debo hablar? “Si no declaras, lo que piensas deja de existir”, afirma Aníbal, cuando le comento mis inseguridades. Da igual, murmuro. Da igual, pienso mientras me cepillo los dientes. Da igual, repito, y me acuesto.

Insisto, para qué voy a mentir: a veces, en el cierre de la fiesta, me acuerdo de su rebelde y negra melena, de sus pequeños y almendrados ojos cargados de angustia, de sus ocurrencias después de sacarnos la ropa, de sus inquietudes intelectuales, de sus relatos desgarradores, del pronunciado arco de sus labios, de sus referencias musicales, de sus inquietas manos, de su intensidad en la cama, de la mesura de sus palabras. Pero es así; caminamos por diferentes estaciones, y las calles, además de ser egoístas, son intergalácticas.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

La extraña

En el terminal de una ciudad sin nombre
acomodó con cierta vacilación su bufanda
y antes de caminar hacia el bus pensó:
el verdadero exilio lo llevo en la piel.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Tacones, corbatas y un poco de Violeta Parra

Quedan sólo dos minutos, anuncia el portero del teatro. Las mujeres de exóticos abrigos saludan a los acompañantes de sus amigas; "qué guapa tu mujer, te felicito", se escucha con frecuencia al interior del lugar. Y en las esquinas, donde se encuentran ubicados los tachos de basura, las auxiliares caminan, a paso sigiloso, con una escoba en sus manos detrás de aquellas mujeres. A centímetros de la boletería, un par de sujetos discuten sobre economía mientras se agarran la corbata o se acomodan la verga con los dedos. 

Y, de pronto, la hora llega; los violines comienzan a sonar y surgen los primeros comentarios de la tarde. Ojalá que toquen La jardinera, murmura una muchacha. La carta también es buena, le comento, pero no obtengo respuesta. Entonces, en ese instante, observo mis zapatillas; están sucias y gastadas. Las de ella, en cambio, no se alcanzan a ver porque un largo vestido negro las cubre. Una vez que se cruza de piernas, rectifico que no son sino tacones. 

En el escenario se toca lo menos político de Violeta Parra. Por eso los aplausos no tardan en aparecer cuando la función acaba. La élite de Concepción, sin duda alguna, queda satisfecha. Yo me quedo unos minutos tendida sobre la butaca, como una actriz de cine en sus últimos años de carrera, hasta que retumba en las paredes mi nombre. Qué pasa, le pregunto a Isabel, mi mamá. Te quiero presentar a mi jefa, responde. 

En la entrada principal del teatro, Isabel intenta acceder a la médula de esa aglomeración, pero no lo consigue. Entonces, arrugo la frente para contener las lágrimas. Los esfuerzos de mi mamá por obtener la aprobación de su jefa me recuerdan a ese juego apodado "El tontito". Yo nunca agarré la pelota, por cierto. Tampoco mi mamá esa tarde.